Ilustraciones para el libro La luz que no cesa. Publicado por la Universidad Internacional de Andalucía.


      1


    Un carnívoro cuchillo
    de ala dulce y homicida
    sostiene un vuelo y un brillo
    alrededor de mi vida.

    Rayo de metal crispado
    fulgentemente caído,
    picotea mi costado
    y hace en él un triste nido.

    Mi sien, florido balcón
    de mis edades tempranas,
    negra está, y mi corazón,
    y mi corazón con canas.

    Tal es la mala virtud
    del rayo que me rodea,
    que voy a mi juventud
    como la luna a mi aldea.

    Recojo con las pestañas
    sal del alma y sal del ojo
    y flores de telarañas
    de mis tristezas recojo.

    ¿A dónde iré que no vaya
    mi perdición a buscar?
    Tu destino es de la playa
    y mi vocación del mar.

    Descansar de esta labor
    de huracán, amor o infierno
    no es posible, y el dolor
    me hará a mi pesar eterno.

    Pero al fin podré vencerte,
    ave y rayo secular,
    corazón, que de la muerte
    nadie ha de hacerme dudar.

    Sigue, pues, sigue cuchillo,
    volando, hiriendo. Algún día
    se pondrá el tiempo amarillo
    sobre mi fotografía.

Miguel Hernández 
El Rayo que no Cesa


                                                
                                             CARTA
     

    El palomar de las cartas
    abre su imposible vuelo
    desde las trémulas mesas
    donde se apoya el recuerdo,
    la gravedad de la ausencia,
    el corazón, el silencio.

    Oigo un latido de cartas
    navegando hacia su centro.

    Donde voy, con las mujeres
    y con los hombres me encuentro,
    malheridos por la ausencia
    desgastados por el tiempo.

    Cartas, relaciones, cartas:
    tarjetas postales, sueños,
    fragmentos de la ternura,
    proyectados en el cielo,
    lanzados de sangre a sangre
    y de deseo a deseo.

    Aunque bajo la tierra
    mi amante cuerpo esté,
    escríbeme a la tierra,
    que yo te escribiré.

    En un rincón enmudecen
    cartas viejas, sobres viejos,
    con el color de la edad
    sobre la escritura puesto.
    Allí perecen las cartas
    llenas de estremecimientos.
    Allí agoniza la tinta
    y desfallecen los pliegos,
    y el papel se agujerea
    como un breve cementerio
    de las pasiones de antes,
    de los amores de luego.

    Aunque bajo la tierra
    mi amante cuerpo esté,
    escríbeme a la tierra,
    que yo te escribiré.

    Cuando te voy a escribir
    se emocionan los tinteros:
    los negros tinteros fríos
    se ponen rojos y trémulos,
    y un claro calor humano
    sube desde el fondo negro.

    Cuando te voy a escribir,
    te van a escribir mis huesos:
    te escribo con la imborrable
    tinta de mi sentimiento.

    Allá va mi carta cálida,
    paloma forjada al fuego,
    con las dos alas plegadas
    y la dirección en medio.
    Ave que sólo persigue,
    para nido y aire y cielo,
    carne, manos, ojos tuyos,
    y el espacio de tu aliento.

    Y te quedarás desnuda
    dentro de tus sentimientos,
    sin ropa, para sentirla
    del todo contra tu pecho.

    Aunque bajo la tierra
    mi amante cuerpo esté,
    escríbeme a la tierra,
    que yo te escribiré.

    Ayer se quedó una carta
    abandonada y sin dueño,
    volando sobre los ojos
    de alguien que perdió su cuerpo.

    Cartas que se quedan vivas
    hablando para los muertos:
    papel anhelante, humano,
    sin ojos que puedan serlo.

    Mientras los colmillos crecen,
    cada vez más cerca siento
    la leve voz de tu carta
    igual que un clamor inmenso.
    La recibiré dormido,
    si no es posible despierto.
    Y mis heridas serán
    los derramados tinteros,
    las bocas estremecidas
    de rememorar tus besos,
    y con su inaudita voz
    han de repetir: te quiero.  

                                                    
Guiando un tribunal de tiburones,
como con dos guadañas eclipsadas,
con dos cejas tiznadas y cortadas
de tiznar y cortar los corazones,

en el mío has entrado, y en él pones
una red de raíces irritadas,
que avariciosamente acaparadas
tiene en su territorio sus pasiones.

Sal de mi corazón, del que me has hecho
un girasol sumiso y amarillo
al dictamen solar que tu ojo envía:

un terrón para siempre insatisfecho,
un pez embotellado y un martillo
harto de golpear en la herrería.



                                            

IMPOSIBLE
Quiero morir riendo ojos,
no quiero morirme serio;
y que me den tierra pronto…
pero no de cementerio.
No quiero morir -dormir-
no quiero dormir muriendo
en un estéril jardín…
¡Yo quiero morir viviendo!
Quiero dormir…¿Dónde?…Sea
donde lo quiera el Destino:
en un surco de barbecho,
a la vera de un camino…
En una selva ignorada,
o a la orilla de un riachuelo
de estos tan claros, que están
venga a robar cielo al cielo.
Que cuando mi carne sea
nada en polvo, broten flores
de ella, donde caiga escarcha
y escarcha de ruiseñores.
Que resbale por mi cuerpo
la corriente cristalina
y ladronzuela, sacándole
alguna nota argentina.
Que escuche mi oído armónico,
en cuanto el día se vuelva
ascua, la armonía virgen
del virgen Pan de la selva.
Que nazcan espigas fáciles
con luminosas aristas
de mi pecho, que ama el arte,
para recreo de artistas…
No quiero morir -dormir-,
no quiero dormir muriendo
en sagrada tierra estéril…
¡Yo quiero morir viviendo!
Miguel Hernández

                 
                                        
      (En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.)

    Yo quiero ser llorando el hortelano
    de la tierra que ocupas y estercolas,
    compañero del alma, tan temprano.

    Alimentando lluvias, caracolas
    y órganos mi dolor sin instrumento,
    a las desalentadas amapolas

    daré tu corazón por alimento.
    Tanto dolor se agrupa en mi costado,
    que por doler me duele hasta el aliento.

    Un manotazo duro, un golpe helado,
    un hachazo invisible y homicida,
    un empujón brutal te ha derribado.

    No hay extensión más grande que mi herida,
    lloro mi desventura y sus conjuntos
    y siento más tu muerte que mi vida.

    Ando sobre rastrojos de difuntos,
    y sin calor de nadie y sin consuelo
    voy de mi corazón a mis asuntos.

    Temprano levantó la muerte el vuelo,
    temprano madrugó la madrugada,
    temprano estás rodando por el suelo.

    No perdono a la muerte enamorada,
    no perdono a la vida desatenta,
    no perdono a la tierra ni a la nada.

    En mis manos levanto una tormenta
    de piedras, rayos y hachas estridentes
    sedienta de catástrofes y hambrienta.

    Quiero escarbar la tierra con los dientes,
    quiero apartar la tierra parte a parte
    a dentelladas secas y calientes.

    Quiero minar la tierra hasta encontrarte
    y besarte la noble calavera
    y desamordazarte y regresarte.

    Volverás a mi huerto y a mi higuera:
    por los altos andamios de las flores
    pajareará tu alma colmenera

    de angelicales ceras y labores.
    Volverás al arrullo de las rejas
    de los enamorados labradores.

    Alegrarás la sombra de mis cejas,
    y tu sangre se irán a cada lado
    disputando tu novia y las abejas.

    Tu corazón, ya terciopelo ajado,
    llama a un campo de almendras espumosas
    mi avariciosa voz de enamorado.

    A las aladas almas de las rosas
    del almendro de nata te requiero,
    que tenemos que hablar de muchas cosas,
    compañero del alma, compañero.

    (10 de enero de 1936)